Todo termina cuando los recuerdos dejan de ser. Cuando hay una imposibilidad de hacerlo y el olvido llega definitivamente. Pero antes, existe un camino oscuro, justo antes del abismo, en el que la memoria se deforma, pierde su soberanía y la mirada carece de viento, de jazmines y canela. Está desapareciendo. Se retuerce. Su textura se arruga, se queda sin luz. Ya se han ido los pájaros y los árboles. Percibimos entonces lo que significa fin finito sin necesidad de adjetivos. Ya no queda nada.
Sobras de gestos.
Unirse a la tristeza de las colillas, un compost que se deshace como un laberinto no descubierto del todo en el que se han quedado posos sin nombrar. No ha habido tiempo.
Así desaparece ella, en una compasiva locura en la que se han sepultado las palabras, la razón, la risa, solo quedan migajas de balbuceos absurdos sin conexión alguna. Pero seguimos escuchando el caritativo eco del que hablaba Keats y vuelvo a recordar sus manos peinando mi pelo infantil, sus besos antes de dormir, su forma de apretar el embozo de mis sueños, hoy restos también.
Nadie puede darnos su memoria.
Ella ya casi no es. Pero a veces se revela y desde una profunda oscuridad inalcanzable e incomprensible cuestiona preguntas que tiemblan.
Mamá me ha dicho: ¿Cuándo terminará esta cárcel?
Yo he preguntado: ¿Qué cárcel, mamá?
Mi madre ha dicho: La de mi cabeza.